Me preguntó tres veces por dónde pasaba el autobús hacia Concepción. Sin embargo, lo he visto pasearse una y otra vez como si no hubiese entendido ninguna de mis instrucciones. Tiene un aspecto tan curioso, es más alto que cualquiera de los tipos del pueblo, ese pelo negro tan largo y sus rasgos que provienen de un lugar ignorado. Sus dedos son delgados, quizá es pianista, pero su aspecto no es de pianista, ni siquiera de los turistas que pasan semanalmente por acá, su aspecto es de un aventurero misterioso, su nariz no tiene nada de gringa y menos sus ojos oscuros, casi negros, penetrantes. La primera vez que vino a preguntar por dónde pasaba el bus, me miró la panza y luego los ojos, pero insistió en la panza para hacer sus preguntas y en mis labios para escucharlas. Quizá es sordo. Observé atenta sus movimientos, pero no pude aguantar la curiosidad de saber quién era y por qué luego de tres intentos permanecía inmóvil en el mismo lugar, sin avanzar a donde le dije. Salí de la consulta y me acerqué por su espalda, le toqué el hombro, él volteó asustado, pero una vez que vio mi rostro sonrió. Tenía una sonrisa tan blanca, tan brillante, una sonrisa que transmitía cierto estado de paz. Me quedé pasmada, hasta que vi sus ojos de cerca, le pegaba el sol en la cara, parecía que sus pupilas no existían, se perdían en la profundidad de sus ojos. Un tanto nerviosa, le pregunté si había entendido mis indicaciones. Su sí, fue acompañado por un leve movimiento de cabeza y desvió su mirada hacia la carretera. Insistí en que si tenía dudas podía anotarle las indicaciones en un papel y que el paradero del autobús estaba a un kilómetro de ahí. Él sólo me miró y, nuevamente con una sonrisa, agradeció mi preocupación. Le comenté que trabajaba en la consulta médica donde me había encontrado, que si pretendía pasar la noche en el pueblo podía ir a buscarme más tarde y lo podría acompañar a una buena pensión. Con un silencio intimidante me asintió con la cabeza. Me despedí y regresé al trabajo. Me parecía un tipo extraño. Sin duda comprendía lo que le decía, pero ni siquiera me hablaba. ¿Para qué me preguntó si después se quedó ahí parado? ¿qué sentido tenía haber ido tres veces a la consulta a preguntarme por un autobús que nunca tomaría?. Quizá había cambiado de planes. La verdad es que ya había pasado la tarde pensando en qué carajo hacía ese tipo ahí, sentado al sol, observando inmóvil como pasaban las horas. No me podía acercar nuevamente, algo podía pasar por su cabeza, quizá había tenido problemas, tal vez estaba escapando de alguien, pero alguien que escapa no se detiene en un camino a observar como el sol se va escondiendo en las montañas. Preferí prepararme un café y esperar a ver qué pasaría con él durante la tarde, a dónde iría.
Eran las ocho cuarenta y cinco, ya era hora de cerrar para regresar a casa. El tipo ya no estaba sentado, lo busqué circundando con la mirada y había desaparecido. Pensé en todas las ideas que a lo largo de la tarde habían pasado por mi cabeza y no me quedó más que reír. Qué hombre tan curioso, debió haber esperado una llamada y, sin duda, se fue cuando la recibió. En ese momento, yo debí haber ido a prepararme un café, luego llegó Doña Clara, al rato María, José, Pablo y Alfredo; claro, en todo ese rato el tipo tomó sus cosas y partió. Iba a Concepción. Cerré el local y me subí al auto, prendí la radio para escuchar lo de siempre: Pablo Santibáñez y sus tardes de pasiones amorosas, cómo me reía con esas historias, todos los días algo diferente, las mayores barbaridades salían por los parlantes. Curiosamente, a unas pocas cuadras del local el tipo nuevamente vino a mi cabeza, me apenaba que se quedara tirado en el pueblo sin saber a dónde ir. Yo andaba en el auto, no me era difícil darme una vuelta por el sector y ver si estaba por ahí. Partí hacia la carretera para ver si podía encontrarlo en la parada del autobús a Concepción, pasaba tres veces al día y con todo lo que estuvo sentado quizá no lo había alcanzado. Me fui despacio, pero el vacío era conmovedor, no había nada, nadie, todo vacío. Seguí hasta llegar a la parada, pero no había nada. Que tipo raro, dónde carajo se había ido en ese tiempo. Y yo haciéndome tanta pregunta de un muchacho que ni siquiera conozco. A veces cuestiono mi sensibilidad con las personas. Tengo la hospitalidad tan añadida que he tenido problemas, confiar en la gente a veces no es bueno, pero yo puedo oler la necesidad, puedo oler el alma de las personas. Mi abuela me enseñó a oler el alma de la gente y me resulta. Siempre que viene alguien a casa o a la consulta, percibo ese aroma a vida o a muerte. Este chico tenía aroma a vida, pero intenso, más allá de que sólo masticara las palabras, tenía la vitalidad en su sonrisa. ¿Qué le habrá pasado? No se veía un chico malo, ni con temores, ni cuestionamientos. Tampoco se veía perdido. Mientras pensaba, a lo lejos, divisé una silueta, me parecía que era él que caminaba por la berma. Comencé a acercarme despacio y sí, era él, de cerca su silueta y su pelo inconfundible. Le toqué la bocina.
-¡Hola!, le dije
-Me miró y sonrió.
-¡Sube! ¿No alcanzaste el autobús? Le pregunté
-No, no alcancé. Me respondió.
Cuando escuché sus palabras, quedé atónita, me había respondido más de una sílaba. Hasta emocionada le abrí la puerta y le insistí para que subiera. Subió, sonriendo, se sentó a mi lado.
-¿Por qué eres tan callado?
-No pasa nada. Respondió.
-Sé que no pasa nada, pero eres de pocas palabras. Me reí.
-Sí, un poco.
-¿De dónde eres?
-De Irán.
-¿De Irán?
-Sí, de Irán
-¿Y qué haces acá?
-¿Una persona de Irán no puede viajar a Chile? Preguntó.
-Me reí a carcajadas. Claro que puede, pero no deja de ser extraño.
-¿Por qué?
-Porque acá llegan más gringos, ¿sabes lo que son gringos?
-Sí, yanquis.
-No, gringos, los rubios, altos. Los que no se parecen a ti.
-Entre carcajadas sonrió, sin responder nada.
-¿A dónde vas?
-No lo sé.
-¿Cómo no sabes? Hoy ibas a Concepción.
-Sí, pero ya no. Sonrió nuevamente.
-¿Y ahora? ¿Qué harás?
-No sé, caminaba, a ver si conseguía algún transporte para llegar a otro pueblo.
-Ya es tarde, te puede pasar algo. Chile no es como Irán.
-Irán es peligroso también.
-No, pero más peligroso que acá no creo. Acá se nos fue de las manos.
-Puede ser. El chico miró por la ventana hacia afuera.
-Mira, te puedo ofrecer mi casa. Es tarde, no sé si Doña Marta tenga espacio en su pensión. Hoy vi un grupo de jovencitos mormones que pasaron por la mañana y quizás le ocuparon todos los cuartos. Mi casa es grande, estoy sola, no creo que sea un inconveniente. Puedes comer algo y te puedo pasar un cuarto para que duermas.
-No, no, no se preocupe.
-No me trates como una señora, tutéame.
-¿Tutéame?
-Sí. ¡No señora! ¡Yo soy joven!
-Sonrió. Si, si, muy joven y guapa.
La mujer sonrojada sonrió.
-No me digas eso, mira que soy tímida.
El tipo sonrió también y la miró a los ojos. La mujer muy nerviosa continuó manejando y subió el volumen de la radio.
-¿Aceptarás ir a casa? Preguntó.
-Aceptaré.
-¿Aceptas?
-Sí.
-Muy bien, estarás en casa, bien cuidado, mañana puedes irte o si quieres te puedes quedar un par de días más. El pueblo es muy bonito, sobre todo para el lado de la montaña, hay varios riachuelos y se pueden ver animales. A mi marido le gusta ir para allá, él te llevaría encantado, pero ahora no está en casa, tuvo que viajar por cuestiones de trabajo.
-No te preocupes, mañana puedo partir. Gracias.
-¿Estás embarazada no?
-Sí.
-¿Cuántos meses tienes?
-Tres.
-Ah, poquito.
-Si, poquito, pero está todo bien.
-¿Es el primer hijo?
-Sí, mi primer hijo.
-Felicidades.
-Gracias.
Ya era de noche cuando llegaron a la cabaña a un costado del lago, lleno de inmensos árboles que filtraban el reflejo de la luna.
-¡Qué hermoso lugar! Exclamó el iraní.
-¿Te gusta?
-Sí, ¡es hermoso!
-Si, es un lugar muy lindo, tranquilo. Está un poco alejado del pueblo, pero en realidad, con mi marido siempre nos gustó la soledad, este lugar tiene esa magia, ese silencio profundo que sólo te permite descansar.
-Es un hermoso lugar. Insistió el iraní.
-¿Cómo te llamas? Preguntó la mujer.
-Roham
-¿Roham? Qué nombres raros que tienen ustedes. Sonrió.
-Tú, ¿cómo te llamas?
-Inés.
-Inés, suena bien.
-¿Te gusta?
-Sí, me gusta.
La mujer se sonrojó nuevamente.
-Voy a preparar algo de comer, ¿te parece si entramos?
-Sí, claro.
Yo lo miraba y lo miraba, y cada vez me sorprendía más. Del silencio, pasó a ser un tipo tan cordial y amable, que me encontraba totalmente desconcertada. Finalmente preparó él la comida, me sirvió café, ordenó un par de cosas. Yo sólo observaba desde mi silla, preguntándome ¿qué había oculto dentro de él?, ¿por qué esa soledad diurna y esta amabilidad nocturna? ¿Sería el agradecimiento por acogerlo? No podía olerlo.
-Inés, te molesta si salgo un rato a dar un paseo?
-¿Un paseo? ¿A esta hora?
-Son las diez y treinta, no es tarde
-No, no es tarde, pero acá no hay mucha luz, es bosque.
-Quiero dar un paseo, no le temo a la oscuridad. Sonrió.
La mujer sonrió.
-Bueno, te pasaré una linterna para que veas el camino. No te alejes mucho.
-No te preocupes. Respondió el iraní.
Abrió la puerta y salió, debe haber quedado maravillado por el lugar. El tipo es extraño, pero ya está en casa, tampoco lo puedo echar. Traté de no darle más vueltas al asunto y me fui al patio a tender la ropa húmeda que había dejado en la mañana. Al cabo de una hora, yo ya había regresado a casa y estaba leyendo en el sofá, cuando empezaron a golpear la puerta con insistencia. Un escalofrío me recorrió la espalda. Otra vez sonó la puerta, pero ahora golpeaban más fuerte. No sabía si abrir o no, sentí una angustia que me apretó las tripas.
-¿Quién es? Pregunté.
-Señora, soy yo, Domingo.
-Ya abro. Le respondí.
-Abrí la puerta y era Domingo, el arriero, venía empapado.
-¿Qué te pasó Domingo?
-Encontré a un hombre, está herido.
-¡Santo Dios! ¿Dónde está?
-Lo encontré en la cruz de roble, al lado del lago. Lo traje en mi caballo.
-¡Tráelo! ¡Rápido! Le dije.
-Sí, espere.
Bajó al hombre del caballo. Era Roham, estaba sangrando, tenía un golpe en la cabeza.
-¡Roham! Exclamé.
-¿Lo conoce? Me preguntó Domingo.
-Sí, claro que lo conozco.
-¿De dónde lo conoce?
-Es una historia larga, pero lo traje a casa, es un buen chico, no tenía donde pasar la noche.
-Señora, no debería confiarse de desconocidos.
-Es un buen chico, créeme. ¡Mierda! ¿Qué le hicieron? Esto está horrible.
El tipo tenía varias heridas. Toda su cara estaba cubierta de sangre, estaba inconsciente. Lo revisamos junto a Domingo, pero sólo eran golpes en la cabeza, como si alguien le hubiese pegado.
-Esto no fue un animal. Señalé las heridas a Domingo.
-No señora, esos son golpes. Alguien le pegó en la cabeza.
-¿Y quién le pudo pegar en la cabeza a esta hora? Acá no anda nadie.
-No lo sé señora, pero al tipo le pegaron, mírelo, tiene astillada la frente, le deben haber pegado con un trozo de madera.
-No entiendo nada.
-Menos yo señora, pero ¿recuerda al inglés ese? El que encontramos en el lago hace unos meses.
-Sí, sí recuerdo. No entiendo que pasa en este lugar. Hace algún tiempo están sucediendo cosas raras y nadie hace nada.
-¿Es que quién va a denunciar aquí? Nadie se hace cargo de lo que pasa, por suerte a este tipo lo encontré yo, nadie lo hubiese recogido. El silencio de las noches ha insensibilizado a la gente.
-Domingo, no te preocupes, yo voy a revisar a este chico, debe haber quedado aturdido por el golpe, pero se pondrá bien.
-Sí, de seguro señora, se pondrá bien. Todavía respira, así que debe estar medio aturdido nada más. Tenga cuidado, ¿no prefiere que me quede?
-No Domingo, todo está bien. Déjalo acá.
Domingo salió de casa y se fue. Me acerqué al chico y miré sus heridas, fui a la habitación y preparé una dosis. Le inyecté un barbitúrico, así no se despertaría por un buen rato más y entonces podría limpiar su rostro tranquila, curar su cabeza herida.
En momentos como este, me pregunto: ¿cómo llegamos a esto?, ¿cómo desvirtuamos nuestras almas para condenarnos sin estremecernos ante otro? La vida otorga las opciones, uno decide. Cuando estás inmerso tratas de retroceder y tal vez, haber optado por una vida más liviana y trivial. He dedicado parte de mi existencia a esto, vivo bien, pero incesantemente mi cabeza se pregunta: ¿qué hago acá?, ¿por qué te acompaño Gabriel?, ¿es mi amor tan grande para escoltarte al infierno? Oscureces todo a tu paso, pero a mí me has iluminado, me has iluminado cuando todo estaba vacío y lúgubre.
El chico ya estaba curado, sus heridas ya estaban suturadas y su rostro estaba limpio. Aún dormía, lo subí al auto y emprendí el regreso al pueblo. La soledad del camino siempre me ataca, espera la reversa de la vida. El silencio me aturde. Llegas hoy a casa y todo está listo para ti. Te esperamos, nuestro hijo palpita al verte y yo me hundo en tus brazos.
Frente al mismo lugar donde lo había encontrado, lo bajé despacio, con mi ínfima fuerza, cayó al piso de golpe. Lo hice a un lado del camino, subí al auto y me saqué los guantes, los tiré sobre el tablero, retrocedí para acelerar y golpear su pierna. Volví a retroceder, faltaban sólo minutos para que abriera los ojos, nuevamente abalancé el auto sobre su pierna, esta vez la rueda se posó sobre su rodilla que con un crujido dio la señal de partida. Ahí emprendí el regreso a casa, en la oscuridad quedó tendido, abusado, inerte. Pobre inocente crédulo. Por eso nunca he confiado en la gente, porque huelo sus almas.
Llegué a casa, Gabriel ya había llegado.
-¡Amor!
-Hola mi amor.
-¿Dónde está?
-En el refrigerador.
-Lo guardaste como te dije.
-Sí, está envasado.
-Nunca has errado, tu perfección me deslumbra. Tu capacidad de trabajar sola. Si todas las mujeres fuesen como tú, si con esa valentía enfrentaran el mundo, créeme que estaríamos bastante mejor.
-Estoy cansada.
-Ve a dormir. Mañana en la mañana debo partir al hospital con el encargo.
-¿Ya está todo convenido?
-Sí, todo hablado, no hay problema. Necesito otro para la próxima semana.
-Veré si encuentro a alguien en la consulta.
-No te involucres con gente de acá, podrían encontrarnos.
-No te preocupes amor. Me iré a dormir. Buenas noches.
-Buenas noches. ¡Oye amor! ¿Y el tipo?
-Lo dejé en la carretera.
-Perfecto. Te quiero.
-Y yo a ti.
Esa noche fue diferente, en mi cuarto me sentí vacía, quizás erré al buscarlo a él, algo removió en mi conciencia. Pagó con un riñón su confianza. El dinero sucio llega a mis manos, mientras el desconsuelo llegará a su vida. Lo siento, porque pude oler tu alma buena.
Tefi Valdés